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ANÁLISIS DE LAURA HERRERO CRESPO

jueves, 27 de abril de 2017

EL RELOJERO
LAURA HERRERO CRESPO

¿Por qué los relojeros siempre son viejos? Además, muy viejos. De esos viejos cansados, con el pelo totalmente blanco, y unas bolsas de espanto debajo de los ojos. Construirán máquinas para contar el tiempo. Parece que el tiempo que van a ayudar a contar se vuelve contra ellos. Les agota hasta un cierto punto. Les hace viejos..., aunque luego deja de envejecerles. Los relojeros son siempre viejos e igual de viejos siempre. El tiempo les ataca de golpe, y luego se olvida de ellos. Qué triste. Ser viejo siempre...
        Ni siquiera tendrá el consuelo de poderse olvidar del tiempo, como el tiempo se ha olvidado de él. Todo el tiempo, siempre, mirando a través de un reloj, cual monóculo de patas mecánicas. Todo el día, siempre, con la agujita ahí en medio, venga a girar. Qué mareo. Y que no hay forma de olvidarse del paso del tiempo. Siempre se pueden cerrar los ojos. Pero en previsión, ya nos hemos colgado otro relojito de la oreja, que,  aunque sea mínimo, el ruidito... Nada, que no hay manera. Todo el día, siempre, recordando el paso del tiempo.
        Por lo menos la pintura podría servir de consuelo, ha congelado el tiempo. Para siempre.
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LA DANZA DE LAS MARIPOSAS

Cascada de melena rubia, larga, ensortijada. Sobre un camisoncito amarillo pálido. Según Goethe, el amarillo, a pesar de resultar extremadamente agradable y alegre en su estado puro, resulta tan permeable a la contaminación... es tan fácil que se ensucie... que pueda ser desagradable... Tanto amarillo, tan inocente, tan fácil de intoxicar.
        El camisoncito se levanta impúdico cuando esa niña, vuelta de espaldas, trata de cubrir algo que ya nos esconde con su postura. La pequeña hilera de bordados, referencia infantil y perversa, sólo refuerza la idea de falsa modestia. Triangulitos primorosos que apuntan hacia abajo, triangulitos que nos dejan adivinar, imaginar, lo que la niña se cubre. Perfecta cadeneta de pubis, todos iguales.
        Cubriendo un sexo imposible de ver, nos expone un magnífico trasero, del que unas braguitas rosas, también pálidas, parecen resbalar. Aparecen unos pliegues, que con sus transparencias enmarcan y remarcan, aún más si cabe, las tersas nalgas. Siguiendo con la mirada esos pliegues, nos encontramos con la causa del desliz.
        Mano fea, arrugada, deforme, vieja, que tira de las braguitas con un gesto que resulta tan agresivo que nos revuelve las tripas. Un culo indecoroso que nos ataca desde el mismísimo centro de la imagen. ¿Qué hace la niña? ¿Por qué se cubre y se destapa? Esa mano vieja, adosada a su cuerpo, ¿le pertenece? Si por lo menos pudiéramos estar seguros de que no es así... La imagen resulta hiriente, poco menos que asquerosa. Y entonces, mariposas.
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EL ARTISTA COMO MÁRTIR DEL SIGLO XX

Pienso, pienso y pienso. Tanto he pensado que las ideas se convirtieron en semillas. Tanto he pensado que esas semillitas me rompieron el cráneo. Tanto que surgieron árboles y florecieron. Tanto que, incluso, llegaron a morir. Dejé de pensar. Las telarañas y la suciedad cubrieron mis semillitas. Mis niños.
        Trabajo, trabajo y trabajo. Tanto he trabajado que los delicados encajes de mi camisa se rompieron. Tanto he trabajado que una de mis semillas arraigo en mi mano. Tanto que mi mano llegó a tener ideas propias. Tanto que los cardos me servían de plumilla. Tanto que me auto-condecoré. Dejé de trabajar. La mano yace muerta, tapando su último trabajo. Quizá un papel en blanco.
        Miro, miro y miro. Tanto he mirado que los personajes a los que miré me persiguen. Tanto he mirado que toda esa gente me acompaña constantemente. Tanto que, ni siquiera muertos, son capaces de encontrar su camino. Tanto, que cloné mis ojos en un embudo, para poder seguir mirando, para poder seguir recogiendo. Dejé de mirar. Ahora sólo veo. Te veo a ti.
        Eso hace un artista. Piensa trabaja y mira. Piensa trabaja y mira. Deja de hacerlo y se convierte en mártir. En recuerdo muerto, subido a un pedestal. Pero el artista sabe que es mentira. Como todo lo que hizo. Por eso dejó de pensar. Por eso dejó de trabajar. Por eso dejó de mirar.
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SODOMA Y GOMORRA

Ciudades creadoras de monstruos. Monstruos enmascarados con máscaras de monstruos. Acaba por ser tan obvio... estas máscaras no tapan, no disfrazan. No engañan a nadie.
        ¿Llevas una máscara cubriendo tu nuca? No, soy Jano. Eso que parece una máscara, es mi cara, una de mis caras: es la que mira al pasado. Le he puesto una máscara, precisamente, para que no pueda ver. Para borrar el pasado, que ya está bien de tanto arrepentimiento. Llevaba la velita para iluminarme, para mirar hacia el futuro. Ya veis cuánto me importa el futuro... Me deshice de la lucecita, para no ver. ¿Dónde habrá ido a parar?
        Y tú, ¿qué? ¿De elefante? ¡Qué nariz tan grande tienes! Es para olerte mejor... En ese caso, toma, una burbujita de perfume.
        De mi perfume. ¿No ves cómo me envuelve? ¿A qué es bonito? Ayuda, como el resto, a cubrirme. Aunque sólo un poquito... Para lo que realmente quiero esconder, ya me busco otras opciones. Pero no sabes si escondo o no. Taparme los pechos con unos pechos de pezones obscenos, ¿eso es esconder? Puede ser disfrazar... Claro, tú no lo sabes, sólo el que lleva la máscara sabe si está escondiendo, o no. Si está disfrazando o no. O quizá disfrazo disfraces, con máscaras absurdamente similares. Por si acaso, por si se me cae la careta.
        Vienen más, como un ejército. Todos uniformados, todos igualitos. Toreros cornudos acompañando al toro. Y mira, ahí está la lucecita. ¿Hacia dónde les guiará? ¿Quizá a través del desierto?
        Otra gotita de perfume, para que les ayude a encontrar el camino. Un camino a través de la oscuridad, un camino a través del desierto, un camino hacia el mar. Un largo camino.
        Menos mal que al final podremos descansar. ¿Podremos? Resultaría tan acogedor como el regazo de una madre si no fuera porque está muerta.
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DESPUÉS DEL PECADO

Pareja comerciando, ¿con qué? Violento morado. Tanto, que casi llega a esconder lo que no es morado. Y en esos márgenes encontraremos entonces lo que ahí tiene que estar: lo marginal. Eso marginal que quiere serlo, que se esconde a propósito. Porque, claro, es cierto, pecamos, está mal, nos avergonzamos, nos escondemos... es el orden lógico, ¿no?
        ¿Quién es ese señor que se esconde debajo de una mesa para fumar? Para fumar, suponemos, después de haber pecado. Imaginad qué pecado puede haber cometido... Adán se fuma el cigarrito de después, mientras que la pobre Eva se exhibe impúdica. Eso sí, esconde la manzana, aunque de una manera tan inocente que se nos muestra a los espectadores de manera casi más impúdica que la propia Eva. Una manzana mordisqueada que Eva trata de apartar, mientras que la esconde, de esa serpientita malévola que, a sus pies, adornada con un precioso lazo rojo, como toda buena mascota que se precie, mira a su dueña y señora con ojos golositos.
        Sigamos los márgenes: el nene rojo. O angelito cubierto de sangre, que vaya usted a saber. Aunque para ser ángel, igual un poco raro sí que es. Esa manaza, suspendida en el aire, justito antes de darle una palmadita en las nalgas a la señora. Aunque la señora, corta no se queda: la mano que no esconde la manzana está ocupadita. Así entenderemos esos testículos extrañamente grandes que le asoman al nene-angelito. ¡Y qué descarado! ¡Cómo mira!
        Y ya no de los márgenes, sino de mucho más lejos, de fuera, entra una extraña cañería, ni blanda ni dura, pariendo burbujitas verdes, tan verdes como la manzana, tan verdes como la serpiente. ¿Perlas de la sabiduría? ¿Futuros pecadores? ¿Irán a formar parte de esos informes montones del fondo, esperando a pudrirse?
        De una de ellas parece salir un pajarito, espantado. No me extraña que huya, viendo a su pobrecito congénere, despeluchado, viejo y triste, cualquiera huiría. Todos parecen estar necesitando plumas: el nene para sus alas de disfraz angelical, la señora Eva para adornar su voluptuosa pamela. Y venga a poner huevos, enoooooormes... Hasta la flor, pajarito desvirtuado, le mira con avaricia, quizá fantaseando con la idea de poder huir también, antes de que la ponzoña del pecado se la lleve.

        Eso sí, por lo menos tiene un cajón con bolitas de colores... blanco, rojo, negro...

 
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