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ANÁLISIS DE ELENA BLANCH GONZÁLEZ

jueves, 27 de abril de 2017

ELENA BLANCH GONZÁLEZ
EL RELOJERO

Al observar la obra “El Relojero” vemos que nuestra mirada se desplaza de forma contranatural al ángulo inferior izquierdo en el que se encuentra la cabeza del “relojero”. Este rostro secuestra el interés del observador y no podremos, hasta una segunda contemplación, deparar en la composición global.
        El conjunto de esta obra produce un gran impacto sobre el espectador sin poder explicar, en una primera aproximación, cual es la causa y qué elementos son los desencadenantes del efecto.
        Una reflexión más serena posterior sobre esta obra me inclinó a atribuir los motivos de la inquietud provocada a la confluencia de al menos tres recorridos o historias subyacentes.
        La narrativa, en la que emergiendo del ángulo inferior izquierdo un relojero privado de la vista, según mi personal interpretación, induce a contemplar el ave relojera que con sus vivos colores arroja mecanismos del control del tiempo.
        La plástica, donde una línea horizontal creada por una rama rompe y divide el espacio. Se crea un damero imaginario con espacios vacíos (oscuros) y llenos (luminosos). Éstos, enfrentados diagonalmente, compensan y equilibran la distribución inestable de las masas en el cuadro.
        No es posible detenernos a hablar de la cantidad de pequeños elementos presentes en el cuadro con un lenguaje críptico para mí pero con una rica simbología, sin duda, para muchos. Enumeraremos sólo algunos de esos: las plumas en el aire, los relojes, un huevo eclosionado, una mano abierta, los colores rojos del ave y el tocado del relojero... múltiples lecturas que nos llevan a reflexionar sobre la complejidad de la vida humana.
        Los elementos horizontales del cuadro merecen un comentario específico. Destaca, de una parte, la forma sutil en que la rama con hojas del aliso separa los dos mundos del cuadro y, de otra parte, la muy rasante línea del horizonte que amén de justificar los colores contrastados de un ocaso, refuerza la inusual lectura de abajo arriba que el artista consigue que hagamos de su obra.
        No puedo evitar referirme al socaire de la visión del reloj central, a las conexiones del artista con el mundo surrealista y su inevitable evocación del recuerdo de la obra daliniana. Ni tampoco dejar de recordar los astrólogos del pasado que conocían este arte mecánico y casi mágico del reloj o como, bajo el reinado de Iván el Terrible, un relojero creó un aparato para volar que muy bien podía ser el relato que Elron nos estuviera contando.
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LA DANZA DE LAS MARIPOSAS

En esta obra el artista recurre a una representación de la naturaleza con toda la pléyade de tópicos como un limpio cielo azulado, verdes árboles repletos de hojas, un suelo atorado de vegetación y mariposas de múltiples colores y tamaños recorriendo los rincones del cuadro. Pero también, y sin hurtar el paisaje, la imagen humana de una joven de espaldas que, en este caso, ocupa casi por completo el lienzo.
        La obra muestra un gran dominio del dibujo y nos adentra en un mundo mágico y de ensueño. Sorprende por encima de todo la forma de componer el cuadro. La figura trazando una diagonal nos invita a que nos sumerjamos en el idílico paisaje.
        El baile curvo de las mariposas nos hará trasladar la mirada de una a otra parte recorriendo la totalidad del cuadro y descubriendo los sutiles pero abundantes detalles.
        La dinámica pintura se equilibra con la verticalidad de los árboles de la derecha, destaca entre ellos al fondo una forma rectangular que nos invita al sosiego y al descanso, es un columpio que cierra la curva que se iniciaba en la mariposa azul del centro y que seguirá en el sentido de las agujas del reloj.
        La mujer que nos presenta, llena de erotismo y sensualidad, es joven y dinámica pero, al igual que las mariposas que le rodean, frágil y efímera.
        “Con el tiempo se pierde vigor y energía, pero se gana equilibrio y seguridad”[1], el equilibrio y la seguridad que nos ofrece el bosque del plano del fondo del cuadro.
        Llama la atención especialmente en la composición el primer plano de la mujer, erguida, de espaldas y cortada a la altura de las rodillas y la cabeza. Este encuadre nos invita a acompañarla y adentrarnos al mundo que tiene frente a ella. El pelo suelto, voluminoso y lleno de movimiento está dibujado con trazo suelto y seguro. Con un dominio del dibujo magistral, el artista se recrea en el dibujo de ella y los insectos, mostrándonos su dominio del oficio.
        Es un cuadro que por los motivos y la brillantez de los colores nos invita a soñar, rebosa alegría y nos sumerge en la primavera llena de luz, belleza y despertar.
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EL ARTISTA COMO MÁRTIR DEL SIGLO XX

En este cuadro Elron cambia la habitual perspectiva narrativa, paisajística o descriptiva de los personajes, sentimientos y ambiente del exterior para autoanalizar el duro trabajo de la creación y oficio artístico.
        Nos lo presenta como un camino lleno de amarguras, decepciones y dificultades. Representa estos por espinosos cardos y al artista como un estoico Don Quijote. Se trata de un empedernido solitario, encerrado con su ego, ajeno a la cotidianidad y los pequeños placeres de la vida. Tan sólo la esperanza de un efímero momento de creación, lo asemeja con un Dios para compensar toda una vida de esfuerzo y trabajo en soledad.
        “...la dialéctica con el arte forma parte de los conflictos del yo con la existencia, en la medida en que la creación artística participa, sin duda, de las inquietudes existenciales del artista y constituye igualmente una parcela de la filosofía”[2].
        Vuelve a estar presente en esta obra, como en la mayoría del artista, un rico mundo de simbología en la que destaca el cardo utilizado a modo de pincel, el brazo transparente, las esferas, el embudo invertido encima de la mesa, la caracola, el galardón del brazo…
        En la visión plástica de la obra destaca la figura del artista, de frente, que compone el cuadro a través de dos triángulos invertidos. La figura principal, de tamaño relevante, está centrada y sirve de línea divisoria vertical entre el día y la noche. Destaca también una línea horizontal dibujada por sombreros de los personajes del fondo, que destaca la oscuridad de la parte inferior y confiere más peso visual a la cabeza y rostro del artista.
        Llama la atención del dominio muy especialmente el uso de la técnica de las veladuras en los jirones de las ropas, en los cardos de la cabeza y en el brazo izquierdo del artista.
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SODOMA Y GOMORRA

“Yahveh hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego, destruyó estas ciudades y cuantos hombres había en ellas”[3].
        La obra diseñada como un díptico de composición horizontal se distribuye a ambos lados de una franja negra que une dos composiciones diferenciadas. Esta franja ocupa el tercio central de conjunto de la obra.
        Enfrenta así el autor la dualidad: dos ciudades, Sodoma y Gomorra; dos ambientes, solitario y colectivo; dos luminosidades, sol y oscuridad; dos actitudes, promiscuidad y onanismo. Sin embargo, las dos ciudades y todos los extremos quedan abocados a un mismo final trágico representado por la oscuridad absoluta del centro del cuadro.
        En la derecha, toda una imaginería vinculada a una exuberante práctica sexual, erotismo para unos y sodomía para otros: gasas envolviendo el desnudo de la stripper, máscaras de animales con elementos fálicos como cuernos y colmillos… También vemos la cara de un anciano con la máscara retirada como un elemento clásico de sexualidad perversa.
        Todo un mundo de leyendas se nos antoja al adentrarnos lentamente en el cuadro.
        En la izquierda contrastan dos partes, la más al extremo parece introducirse en elementos de prácticas sexuales onanistas y fetichistas... Surge a su derecha el ocaso de un día en un paisaje desértico, como evocación quizás del vacío de vida tras la destrucción de las dos ciudades.
        Desde la visión estética dominan los azules en los extremos del cuadro que dejan a la gama de colores cálidos la representación de destrucción y el fuego. El peso visual de la bailarina de la derecha posee una gran fuerza que compensa con el blanco del atardecer de la izquierda.
        Mi propuesta es realizar la lectura visual de la obra siguiendo una espiral de derecha a izquierda para terminar girando a la derecha, comenzando en la máscara de la mujer, continuar descendiendo por los ojos del anciano. Su máscara es un punto rojo que nos obliga a pararnos; de ahí saltamos a la mujer-silla de la parte izquierda que nos dirige finalmente al paisaje desértico. Ese atardecer en la nada.
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DESPUÉS DEL PECADO

“Después del pecado” es un sorprendente cuadro donde el propio título incrementa nuestro desconcierto inicial. La fuerza del nombre condiciona inevitablemente el primer análisis interpretativo. Cuando conseguimos alejarnos del impacto del título y concentrarnos en el análisis minucioso de su abundante contenido, descubrimos que cuanto más lo miramos más ampliamos su universo y ampliamos la carga simbólica de su abundante imaginería.
        Cada centímetro de la obra posee un microcosmos de objetos y seres animados. Destaca a la derecha la figura femenina de espaldas, con un corsé y liguero, así como pamela y guantes morados, que sujetan una manzana mordida. Junto a la mujer un pequeño demonio sonríe y se hace cómplice de la escena con su mirada.
        En la parte baja del cuadro una serpiente de larga lengua con un lazo rojo observa a la mujer, mientras escondido bajo la mesa se asoma la cabeza de un curtido hombre fumando.
        Sobre la mesa se asienta un ave de rapiña peluda ajena a la escena y dos de sus huevos, uno de ellos eclosionado, del que emerge una máscara. La pareja ocupa la escena central del cuadro donde el hombre ofrece la máscara a la dama. Por último, una máquina expulsa burbujas que ascienden con las almas encerradas de personajes imaginarios.
        Desde la perspectiva plástica, la composición atesora una gran riqueza colorista que nos sumerge en un aglomerado de símbolos. Toda la obra está dominada por los colores complementarios verde y rojo, con las excepciones destacadas de todos los objetos de la mujer que, con la única particularidad de la manzana, están en la gama de los violetas.
        La lectura visual se realiza mediante el recorrido de un arco formado con las cabezas de las figuras. El recorrido al que nos obliga esa disposición sigue un trayecto circular, que comienza en los ojos del ave, continúa para detenerse en la mirada del hombre y de ahí pasa al sombrero de la mujer, desde la que desciende hasta la cabeza del pequeño diablo y termina ascendiendo con las burbujas desde la cabeza de la serpiente.
        Son “...trozos del rompecabezas, [que] manteniendo su total autonomía, logran encajarse en una dimensión indefinida, en un movimiento continuo y alucinatorio a través del espacio y del tiempo, hacia la profundidad del ser, del yo fragmentado...”[4].



[1] Sevilla, Soledad (2012), en: http://www.soledadsevilla.com/
[2] Picazo M. D., “El ensayo literario en Francia”, Síntesis, Madrid, 2007, página 102
[3] Gn 19, 27-28.
[4] Conde, A.: “Matrices del siglo XX. Signos precursores de la postmodernidad”, UCM, Madrid, 1999, página 132.

 
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