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RAÚL GALACHE GARCÍA: Hombre Tomado (Relato)

miércoles, 1 de marzo de 2017


HOMBRE TOMADO (Relato)

Raúl Galache García
Escritor, profesor y crítico literario

Antes de alejarnos, tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Julio Cortázar

Cuando la despedida se le mostró descarnada, como el animal bajo la luz del taxidermista, empezó a notarlo en el dedo meñique. Era poco menos que un leve picor, así que apenas le prestó atención. Se limitó a acariciarse con el pulgar al percibir que una creciente ansiedad le ganaba la yema.

—No lo entiendes porque no lo quieres entender.
—No, Elena. No lo entiendo porque no me lo creo.

            Eso: no me lo creo. Después, fue un hormigueo que le ronroneaba hacia arriba ganando la primera falange. Como un maullido algodonado, se arrastraba con uñitas de cera.

—¿Que no te lo crees? ¿Qué no te crees? Que cuando te conocí me pareciste un pobre imbécil o que me lo pareces ahora.
—No, Elena, no. Ya sé que te parecí un imbécil cuando me conociste. Yo… allí, con mis pobres flores marchitas…
—Es que hay que ser tonto; tonto y cutre.
—Sí, estaban pochas, pero aún tenían algo de olor, ¿sabes? Era gracioso.
—Eran feas, Mario; eran muy feas tus flores.
—Y, entonces, ¿por qué no me mandaste a la mierda en ese mismo momento? Dime, por qué. Yo recuerdo que te hizo gracia verme así: empapado, chorreando lluvia y mocos.
—Sí, eso es verdad. Dabas tanta lástima que me hacías gracia. Me acordé de Jacinta, la de Galdós, cuando recoge un gatito en la calle y lo acuna como al bebé que nunca pudo tener. Pero, mira, ¿quién quiere acostarse con un bebé gatito?
—Claro, como Jacinta: estéril.
—Como Juanito: imbécil.
—Pues, mira, algo que nunca te he dicho: a mí me recordaste a las amadas de Bécquer. Cuando abriste la boca y dijiste “¿y esas flores tan feas?”, pensé: mira tú qué mona y qué estúpida la chica esta. Mejor calladita; “es una estatua inanimada: ¡duerme!”.

            Pensó que se le había dormido el meñique y lo movió arriba y abajo disimuladamente, oculta la mano tras la espalda. Como el ronroneo de un gato le parecía, un runrún diluido en la sangre de las venas que se desplazaba pastoso hacia la palma de la mano. Antes de llegar a escalar los nudillos, le bajó por el dedo anular. Pensó que debería existir la palabra abejeo, pues eran más pasos de abeja, con sus patitas peludas, que de hormiga. Cuando las maletas pesaron sobre el suelo, empezó a agitar la mano tras la espalda, tambolireándose el cinturón.

—Pero ¿qué dices? Si babeabas como el infeliz que eras. Si me dejabas mensajitos en el parabrisas del coche. “Eres la sombra de mi luz”, “tu aliento alienta mi pecho”, “tus ojos son la tabla de mi naufragio” y no sé cuántas cursiladas más de canciones baratas.
—Era coña, tía. Era coña y lo sabes.
—No, no lo sé.
—Pues, si te lo creíste, te gustó, porque no te quejabas.
—Ya. Cuando una chica no tiene a nadie que la halague, acaba dejándose besar por las ranas de las charcas.
—Sí, es cierto. Cuando un tío quiere meterla en caliente, le vale igual el chocolate a la taza que la taza del váter.
—Mira el poeta. Así te salen a ti los versos. ¿Qué pasa con tu libro?, ¿cuándo lo publicas?
—“Me gusta cuando callas, porque estás como ausente”.
—“Podría recordarte que ya no tienes gracia. Que tu estilo casual y que tu desenfado resultan truculentos cuando se tienen más de treinta años”.
—“¡Si no fueses tan puta!”
—Vete a la mierda.
—Pero si es del mismo poema…
—Ya salió el cultureta. Te crees que sabes más que nadie. Ése es uno de tus defectos. Y ya no lo soporto.
—Aún recuerdo cuando me escuchabas recitar, como si nada hubiera ya en el mundo salvo nuestra madeja de versos y miradas.
—Pero eso fue hace mucho tiempo, Mario.
—“Cuando el mundo era una reluciente madrugada…”
—…que no quisiste compartir conmigo”.
—Joder, Elena.
—Joder, Mario.

            Pero pronto supo que el abejeo era comezón cuando le trepó la muñeca y se enroscó en el antebrazo. Tuvo la tentación de detener el combate, de arrojar la toalla y rendirse a los golpes que Elena le asestaba cada vez con mayor acierto, pero acaso fue el orgullo lo que lo detuvo, o tal vez el heroísmo de no dejarse tumbar, o simplemente la violencia de la marea llevándolo consigo. Ya había ascendido la comezón a la cumbre del hombro cuando empezó a agitar el brazo, como si quisiera impulsar con él sus débiles argumentos. Enseguida el mundo fue espalda y melena negra y supo entonces que ahora todo iba a ser mucho más rápido.

—Mira, tía, al menos reconocerás una cosa: me quisiste más que a nadie en tu triste vida.
—No.
—Ya, ¿ves cómo tengo razón? “Te quiero. Te lo he dicho con el viento, con el miedo, con la alegría, con el hastío, con las terribles palabras”.
—Pues, vale, lo que tú digas.
—No, lo que diga Cernuda.
—¿Lo ves? Es que no lo entiendes, Mario. Una cosa es la literatura y otra es la vida. No se puede vivir entre versos. La vida es la vida y la literatura, la literatura. Leer no es vivir. La vida va de otra cosa. Y de eso tú aún no te has enterado. Lo malo es que el día en que lo hagas serás un desgraciado, pero eso a mí ya no me importa.
—“¿Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas!? Hacedla florecer en el poema”.
—Me desesperas. La rosa es una mierda y se pudre, como todo, como tus flores.
—“El poeta es un pequeño Dios”.
—Sí, los buenos, Mario; los buenos.
—En fin, yo sí te quise, Elena. Y aún te estoy queriendo. Bueno, en realidad, creo que no. Mira, no. Es absurdo querer a una bruja como tú. Las brujas buenas no existen ni en los cuentos. Y tú eres una bruja real, de carne y hueso.
—Sí. Y con verrugas.
—“Y con aliento insecticida. Y con cutis de papel de lija. Y con pechos como pasas de higos. Y con una nariz que ganaría el primer premio en un concurso de zanahorias”.

            Y así fue. Como en súbito alud, se despeñó por el pecho arrasando a su paso las despellejadas terminaciones nerviosas que habían de mover los músculos. Entonces se sentó, antes de caer como si el último golpe lo hubiera lanzado a la lona. Los dedos de los pies rascaban la plantilla de su zapato, en un acto de resistencia al que se aferraba, ya el derrotado que solo oye la cuenta atrás.

—Bueno, mira, esto no tengo por qué aguantarlo. Ya he recogido todo, así que me voy. No sé por qué no me ido ya.
—Eso digo yo. “Vete, no quiero verte, vete”; mira, esos versos sí son dignos de ti.

            Se concentró en las palabras. Aún era capaz de moldear sus pensamientos, aunque cada vez le costaba más encadenar unas oraciones con otras, como si las separara el vacío entre las azoteas. Hubiera querido no tener ojos, solo un hueco vano al que ella pudiera asomarse.

—Cabrón.
—Bruja.

            En poco tiempo, dejar caer una palabra hasta las cuerdas vocales, expulsar el aire por la laringe y combinar lengua, paladar y velo fueron actos conscientes, logrados con el empeño del púgil que clava los guantes en el suelo, alza la barbilla y todo lo ve borroso. Quiso sobreponerse, finalmente, al orgullo y, con afán postrero, al tiempo que las patas de cera de un enjambre le roían la garganta, deseó susurrar su último anhelo, dejarse la piel en retenerla, claudicar, rendirse a ella con las condiciones que le impusiera. Dos palabras hubieran bastado, acaso una sincera. Pero por última vez lo arrastró la marea de un combate ya perdido. No pudo sino barrer el aire con voz raquítica y miserable.

—Solo... otra cosa, Elena. ¿Soy un mal poeta?


            Después, oyó los tacones en el suelo acercándose a la puerta, el último desprecio, el del silencio, y, por fin, un portazo. Nada ya dentro de él salvo aquello que lo había ocupado, salvo Elena royéndole médulas y vísceras, conquistándolo entero y, al tiempo, vaciándolo de sí como un pellejo apurado hasta la última gota. Al menos había cerrado bien la puerta. No fuera que alguna pobre mujer entrara mendigando amor y se encontrara allí, y a tales horas, con un hombre tomado.
 
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